Frase de escritor

“En algún lugar del libro hay una frase esperándonos para darle sentido a la existencia"


Miguel de cervantes

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miércoles, 8 de abril de 2020

Narrativa de nuestros escritores

Nair Montero


EL ASCENSOR


La Torre de las Telecomunicaciones casi en penumbras, se alzaba imponente observando como en la bahía, intercambiaban sus reflejos las luces de la ciudad circundante y los últimos rayos del sol de octubre.
-¡Por favor, que alguien lo detenga!- gritaba desaforada la muchacha rubia.
El pasillo largo, vidriado, e inundado de luz de neón, no le permitía ver lo que sucedía en la puerta del ascensor, como de costumbre, repleto de empleados.
Instintivamente pasó su bolso por el cuello y se quitó los altísimos zapatos de tacón, y con ellos en la mano, recorrió rápidamente la distancia que la separaba de esa “maldita caja” –pensó para sí misma-, la número seis, única disponible para realizar el último recorrido hasta la calle, desde el piso dieciocho, también, único habitado a esa hora.
Un importante certificado de importación de insumos informáticos, que debía ser enviado el lunes a primera hora, la había retrasado y no quería suponer que tendría que bajar peldaño por peldaño esos dieciocho pisos, y todavía encontrarse con la cara malhumorada del portero, si alguien no detenía el ascensor a tiempo para esperarla.
Jadeando divisó el anillo de sello dorado, en la grande y regordeta mano del hombre de traje marrón, que le dirigía insistentes miradas todas las noches, esta noche impidiendo que la puerta se cerrase.
Ante estas circunstancias, fue ella quien le dirigió una agradecida sonrisa y un dulcísimo “gracias” por su gentileza. Ya adentro, y recostada sobre el espejo posterior, pudo retomar el aliento, y agradecer a los demás pasajeros, la espera. Hizo caso omiso a alguna que otra mirada molesta, a otras
desdeñosas, a otras indiferentes, y calzó nuevamente sus zapatos.
El ascensor comenzó a deslizarse suavemente hacia abajo, esparciendo en el espacio cerrado y demasiado cargado de gente, una variedad de perfumes, ácidos unos, densos y dulces otros, pero todos habiendo cumplido ya, las horas suficientes para que no resultasen agradables.
Como era viernes casi noche, reinaba el silencio. Todos estaban deseosos de sortear esos pocos minutos que los separaban de un fin de semana libre.
De pronto, la luz rojiza que anunciaba la carga completa,se apagó. Se oyó algún suspiro de sorpresa, pero ninguna palabra. A pesar del cansancio todos notaron que el suave desplazamiento hacia abajo, iba siendo reemplazado por otro, a una velocidad vertiginosa, y entonces comenzó el monólogo de preguntas:
—¿Qué está pasando? ¿Estamos cayendo? ¡Por favor! ¿Qué sucede?, y entre piso y piso, el ascensor a la deriva, aminoraba la velocidad para retomarla casi de inmediato, más rápida aún, y en ese resplandor momentáneo, podían verse bocas abiertas, puños crispados, ojos desorbitados por el terror, brazos que buscaban el apoyo de otro brazo, cuándo momentos antes, parecía imposible que se tocasen siquiera.
Parpadeaba la luz indicadora al transponer cada piso, pero -pensó la muchacha- ya había transcurrido tiempo suficiente para que hubiese llegado a destino, o para que por lo menos, se hubiese hecho trizas en el vacío, pero no, seguía descendiendo cada vez tomando una velocidad increíble. Ahora sí, el sonido de algún cuerpo que no había resistido el vértigo o el miedo, y se había desplomado. Gritos ahogados al principio, horrorizados después, todo en la más completa oscuridad, ya que la luz de los entrepisos había desaparecido y todo era abismo, Ella, desprendió su abrigo y los botones superiores de su blusa, no podía respirar, “esto es el fin” pensó, permaneciendo muy quieta, cuando se sintió retenida en el círculo de dos brazos.
De pronto y tan inesperadamente como había comenzado el elevador se detuvo completamente.
Un estruendo cercano, y otros más lejanos y apagados.
La chica rubia con su rostro pegado a un pecho desconocido, pensó que estaba en el centro mismo de la tierra, pero no hizo el menor intento por moverse, es más, se sentía cómoda y segura. Nada se movía a su alrededor. Un chasquido metálico parecía anunciar el fin del viaje, el botón que mostraba PB se encendió y la puerta se abrió con alguna dificultad. Ella fue conducida gentilmente hacia la salida, se dejó llevar, subió algunos escalones y varias estrella fugaces pasaron cerca de su rostro. Un vasto universo azul se abrió ante sus ojos atónitos. Miró sobre su hombro izquierdo y reconoció el sello dorado en la mano regordeta del hombre del traje marrón, pero ya no era esa mano floja y tonta sino, una firme y sugerente.
Una apacible indolencia la envolvió. Lo que parecían pequeñas lunas llenas, dejaban a su paso deslumbrantes estelas de luz, y multitud de soles multicolores, giraban a su alrededor en infinitas espirales. Sin saber por qué, le recordaron a la ruta Interbalnearia, abarrotada de tránsito, los domingos por la tarde.
Miró hacia atrás y en lo que parecía ser el ascensor abierto, las personas se habían quedado dormidas unas sobre otras. No comprendía por qué solamente ellos dos estaban en movimiento, y tampoco quienes abrían el portal de una especie de pirámide gigante, en cuya escalinata, más bien un laberinto, en el que se encontró subiendo de pronto. En las paredes metálicas a ambos lados del mismo, un sin fin de altavoces en diferentes idiomas, daban las instrucciones de cómo abordar el excéntrico y sofisticado vehículo, situado a pocos metros de ellos.
La joven intentó quitar un mechón de cabello de su rostro sin conseguirlo, su mano estaba pesada y torpe. Quiso reconocer su idioma, pero no podía coordinar al mismo tiempo su pensamiento y sus pasos, además estaba descalza, en algún lugar había perdido sus zapatos y su bolso.
La temperatura iba entibiándose agradablemente, y la mano la conducía de continuo, así que, no necesitaba pensar mucho.
Los asientos blanquísimos eran mullidos. Invitaba a recostarse en ellos, estaba agotada, y así lo hizo. Los otros pasajeros estaban instalados cada uno en sus lugares y agitaban sin cesar infinidad de piernas y brazos larguísimos, enfundados en plateados “monos” –aquí también tuvieron que esperarme- logró razonar con una media sonrisa antes de caer rendida.
La difícil misión en el planeta Tierra estaba parcialmente cumplida, mientras una larga sirena se dejaba oír, cada vez más aguda.
Muy lejos de ahí, un hombre joven llegaba desesperado a la calle Paraguay, e intentaba, sin lograrlo, transponer el cerco policial que le impedía llegar hasta el edificio donde había ocurrido el accidente.
Minutos antes había escuchado la noticia. “Un elevador se precipita desde varios pisos, ante una falla del tendido eléctrico... lamentablemente no hubo sobrevivientes.” Era lo que repetía el locutor del noticiero de televisión, mientras él se acomodaba en el sofá con dos aperitivos servidos esperando a sus comensales. Sin comprender bien lo sucedido, reconoció de inmediato, las oficinas donde trabajaba su esposa.

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